La puesta en acción de los instrumentos musicales, dentro de los cuales bullen en sonidos la vida y la memoria, nos remiten a sus sitios de origen, a su espacio vital, a una fuente de aguas en donde su presencia es indispensable: las fiestas populares del sur de Veracruz. Avíos cadenciosos que, sorprendidos en sus momentos de reposo, guardan en sus cajas sonoras una secuencia de tiempos pasados y presentes.

Estamos aquí ante un disco excepcional por su calidad y armonización; de búsquedas a partir de lo tradicional; ante la leyenda de una dinastía de la cuenca ribereña aledaña a Los Tuxtlas: Los Vega. La estirpe familiar de cinco generaciones que ha perpetuado el renacimiento de los sones y que se ha vuelto a cobijar bajo la sombra de sus árboles fundadores. Pero Los Vega no sólo representan la continuidad del son campirano en la mejor de sus vertientes sino que son producto también de los ambientes urbanos en que se despliegan sus últimas ramas, incorporando por lo mismo, muchas novedades y sorpresas.

Así, gran parte de los ambientes del fandango tradicional que estos músicos propician, van y vienen del pasado al presente, tejiendo la posibilidad de un mundo real: esa materialización que las versadas de antaño lograban con el arsenal de un cancionero derivado de los estratos más antiguos de la lírica del Sotavento, de la inspiración amorosa sobre la que se conjuran las improvisaciones y los requiebros.

El son arranca con la declaratoria del requinto, se le une el ataque de las jaranas que va delimitando el compás, o las consonancias en contrapunto y percusión cuando varias jaranas se suman a esa entrada. El conjunto de éstas llena todos los espacios y en ese momento, bailadores y guitarra de son se alimentan mutuamente en compás, ritmo, cadencia y velocidad: se dejan oír —en el estruendo de estas maderas desbocadas por la fiesta—, las armonías de los movimientos del mar; el contacto del oleaje sobre las playas, que marca el tumbao interno de los compases y medidas; el océano sonoro; la combinación de mar y monte; los vientos del mar que estos instrumentos llevan dentro.

En los fandangos de antaño, durante el silencio de la noche, era posible escuchar el combate festivo en leguas a la redonda y los “palos” eran otra vez, parte del concierto de la selva de donde surgieron. El viento traía,— a través del llano y a trozos intermitentes—, jolgorios que estaban hasta una o dos leguas de distancia, apreciándose el ronco rezongar de la leona o la jabalina, el taconeo sobre una tarima —que se intensificaba según la energía que los bailadores imprimían al zapatear—, o un pregón lejano, de alta tesitura, que competía con el viento.

En el lugar de los hechos, el ambiente se preñaba de creencias y leyendas, de profundidades fantásticas enganchadas a las patas de un diablo mulato que pastoreaba las partidas de ganado nocturnas y que a menudo se acercaba a los fandangos a trovar y bailar. Era el momento de los embrujos y sortilegios; de evocar los filtros de albahaca y ruda que consagraba el pájaro carpintero para trasponer los atajaderos amorosos; de introducir el sapo disecado en el morral del pulsador de requinto para que su instrumento no sonara; para protegerse, el cascabel de una víbora se animaba al interior de una jarana.

Todas estas reminiscencias se mantienen en las cuerdas, los diapasones, los clavijeros y las cajas de resonancia que dan forma a este disco; en la retina de esta huella luminosa que evoca un referente único expresado en serenas y delicadas imágenes; en donde Los Vega, hacen navegar sus instrumentos como si fueran embarcaciones renovadas de notas y silencios.

Antonio García de León